Rufino del Carmen Arellanes Tamayo

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Un día como hoy, pero del año 1991, fallece en la Ciudad de México el pintor oaxaqueño Rufino del Carmen Arellanes Tamayo, uno de los artistas más reconocidos en la segunda mitad del siglo XX e impulsor de la técnica gráfica conocida como mixografía. Su obra no solo abarcó la pintura, sino también la escultura, lo que le permitió dejar un legado artístico de gran diversidad. Tamayo es famoso por su uso magistral del color y por integrar elementos precolombinos en sus obras, lo que le dio un sello único que sigue siendo estudiado y admirado en el mundo del arte contemporáneo.

Rufino del Carmen Arellanes Tamayo, Oaxaqueño de excelencia, fue un destacado pintor, escultor y muralista mexicano. Entre sus obras más importantes se encuentran «Dualidad», «Sandías y naranja» y «Hombre con flor».

Nacido en Oaxaca, en el Estado del mismo nombre, hijo de indígenas zapotecas y, tal vez por ello, sin necesidad de reivindicar ideológicamente una herencia artística indígena que le era absolutamente natural, Rufino Tamayo fue un pintor de fecunda y larga vida, pues murió a la provecta edad de noventa y un años, en la Ciudad de México, en 1991. Su vocación artística y su inclinación por el dibujo se manifestaron muy pronto en el joven y su familia nunca pretendió contrariar aquellas tendencias, como era casi de rigor entre los jóvenes mexicanos que pretendían dedicarse a las artes plásticas.

El pintor inició su formación profesional y académica ingresando, cuando solo contaba dieciséis años, en la Academia de Bellas Artes de San Carlos. Pero su temperamento rebelde y sus dificultades para aceptar la férrea disciplina que exigía aquella institución le impulsaron a abandonar enseguida aquellos estudios y, a finales de aquel mismo año, dejó las aulas y se lanzó a una andadura que lo llevaría al estudio de los modelos del arte popular mexicano y a recorrer todos los caminos del arte contemporáneo, sin temor a que ello pudiera significarle una pérdida de autenticidad.

En 1926, en su primera exposición pública, se hicieron ya ostensibles algunas de las características de su obra y la evolución de su pensamiento artístico, puesta de relieve por el paso de un primitivismo de voluntad indigenista (patente en obras tan emblemáticas como su Autorretrato de 1931) a la influencia del constructivismo (evidente en sus cuadros posteriores, especialmente en Barquillo de fresa, pintado en el año 1938). Una evolución que había de llevarlo, también, a ciertos ensayos vinculados al surrealismo.

Paralelamente, Tamayo desempeñó cargos administrativos y se entregó a una tarea didáctica. En 1921 consiguió la titularidad del Departamento de Dibujo Etnográfico del Museo Nacional de Arqueología de México, hecho que para algunos críticos fue decisivo en su toma de conciencia de las fuentes del arte mexicano. Gracias al éxito conseguido en aquella primer exposición de 1926, fue invitado a exponer sus obras en el Art Center de Nueva York. Más tarde, en 1928, ejerció como profesor en la Escuela Nacional de Bellas Artes y, en 1932, fue nombrado director del Departamento de Artes Plásticas de la Secretaría de Educación Pública.

Animales (1941), de Rufino Tamayo[editar]

En 1938 recibió y aceptó una oferta para enseñar en la Dalton School of Art de Nueva York, ciudad en la que permanecería casi veinte años y que sería decisiva en el proceso artístico del pintor. Allí, en efecto, dio por concluido el período formativo de su vida y se fue desprendiendo lentamente de su interés por el arte europeo para iniciar una trayectoria artística marcada por la originalidad y por una exploración absolutamente personal del universo pictórico. En Nueva York se definió, también, su inconfundible lenguaje plástico, caracterizado por el rigor estético, la perfección de la técnica y una imaginación que transfigura los objetos, apoyándose en las formas de la cultura prehispánica y en el simbolismo del arte precolombino para dar libre curso a una poderosa inspiración poética que bebe en las fuentes de una lírica visionaria.

Un año después de su nombramiento como director del Departamento de Artes Plásticas realizó su primer mural, trabajo que le había sido encargado por el Conservatorio Nacional de México y en el que se puso de manifiesto su ruptura con los presupuestos estéticos que habían informado, hasta entonces, las obras de los muralistas encabezados por Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. En obra mural se percibe un voluntario rechazo a la grandilocuencia y un consciente alejamiento de los mensajes revolucionarios y de los planteamientos políticos esquemáticos que informaban las realizaciones del grupo, lo cual lo enfrentó con «los tres grandes». No puede afirmarse, sin embargo, que su actitud fuera apolítica o reaccionaria, aunque muchas veces se le acusara de ello, pero no cabe duda, y no se abstuvo nunca de decirlo con claridad, que para él la llamada escuela mexicana de pintura mural estaba agotada y que había caído en plena decadencia tras el florecimiento de los años veinte.

La propuesta mural de Tamayo tomaba caminos distintos, innovadores, que desdeñaban las formas más superficialmente populares, folclóricas casi, de la cultura de su país y, por sendas más elaboradas, buscaba la plasmación de sus raíces indígenas y de sus vínculos con la América prehispánica en equivalencias poéticas más sutiles. Aun durante su larga residencia en el extranjero, que se prolongó a lo largo de casi tres décadas, siguió visitando México para encargarse de los trabajos murales que se le encomendaban, muchas veces porque los representantes fresquistas los rechazaban o no podían abarcarlos.

La parte fundamental de su producción, sin embargo, se encauza a través de la pintura de caballete, en la que Tamayo es uno de los pocos artistas latinoamericanos que cultiva la naturaleza muerta (representando objetos, frutos exóticos y también figuras o personajes pintorescos) por medio de una transmutación formal, un elaborado simbolismo de indiscutibles raíces intelectuales y estética experimental que lo alejaron sin duda de la buscada popularidad, pero lo convirtieron en uno de los grandes artistas representativos de la pintura mexicana de la segunda mitad del siglo xx.

Ya a los treinta y siete años, cuando viajó en calidad de delegado al Congreso Internacional de Artistas celebrado en Nueva York, recibió un primer homenaje que le valió, como se ha visto, el nombramiento como profesor de pintura en la Dalton School. Pero puede considerarse que su éxito internacional se consolida cuando, a principios de la década de los cincuenta, la Bienal de Venecia instaló una Sala Tamayo y obtuvo el Primer Premio de la Bienal de São Paulo (1953), junto al francés Alfred Mannesier.