En mis poco más de 22 años cubriendo la fuente automotriz, he visitado decenas de fábricas de automóviles en el mundo. En Japón, Corea, Europa, Estados Unidos, Colombia, Brasil entre otros. Pero obviamente visité muchas más en México. Ninguna me ha producido el impacto que me causó estar hace algunos días en la fábrica de Mazda en Salamanca. No me mal interpreten, no es que esa sea una planta totalmente diferente de las demás o tenga algo tan especial que la haga única. Fue la forma lo que hizo la diferencia. Fue tener acceso a todo el proceso productivo de una manera mucho más cercana de lo normal, estar en lugares normalmente cerrados a visitantes lo que me produjo más emoción, aún más al tener contacto con la gente. Una emoción que se reforzó al estar un par de días en la ciudad.
No soy ingeniero ni nunca he querido serlo. Los cálculos me aburren a un grado que nublan mi visión y no me dejan realizarlos. O tal vez esa es solo una manera menos ruda de decir que soy absolutamente inepto en ese campo. Prefiero construir imágenes con las palabras. Pero aún así la cercanía con las máquinas del proceso me emocionaron. Porque es difícil no encantarse con la precisión de un pequeño robot con una punta láser que mide cada rincón de una determinada parte con el cuidado de un cirujano. Me impactó estar a centímetros de la enorme prensa que aplasta con 2400 toneladas de fuerza a una lámina de acero sobre un molde para transformarla en un cofre de CX-30. Pero conmueve ver que después de que máquinas increíbles, potentes o delicadas, incluso ambos a la vez, terminan su proceso de corte, moldeado y soldado para transformar la materia prima en una carrocería, se necesitan manos humanas con su insuperable sensibilidad para acariciar el vehículo y así encontrar imperfecciones que eventualmente escapan de las aparentemente infalibles máquinas.
Transformación urbana
Durante mis dos días de visita, platiqué con mucha gente. En cada una de la áreas tanto los trabajadores como los jefes de de cada sección estaban felices de mostrar su trabajo y si por ellos fuera hubiéramos tenido que hacer un video de tres horas sobre la fábrica, mostrando cada uno de los detalles de una operación tan compleja que necesita más de seis mil personas y más de 200 robots para llevarla a cabo.
En Salamanca, después de la construcción de la refinería de Pemex, la llegada de la fábrica de Mazda fue lo que más cambió el lugar. Seis mil familias tienen ahora una fuente de ingreso estable. Sé que muchos consideran que la industria automotriz paga poco, aunque el sueldo de su personal no sea determinado por ella, sino por el sueldo promedio de la región en la que se encuentran. En algunos casos, si esos salarios fueran más elevados, las fábricas no se hubieran instalado ahí.
Es importante recordar que por cada trabajo directo como esos seis mil, la industria automotriz genera otros tres indirectos. El progreso llega más lejos de lo que parece. En Salamanca se construyen hoy hoteles, restaurantes y centros comerciales gracias a eso. Pasa lo mismo en Celaya, gracias a Honda; en San José Chiapa, gracias a Audi; en Tecate, gracias a Toyota. Hay varios ejemplos más a lo largo del país.
Cuando una madrina sale transportando varias CX-30 hacia distribuidores de todo México, o cuando un tren se llena de ellas para llevarlas a distintos países del mundo, principalmente a Estados Unidos, están llevando también un poco del sudor de muchos mexicanos, al igual que su talento, que ayuda a mejorar procesos en una línea de producción que pareciera perfecta ante los ojos de muchos.
Cuando tomé la carretera de regreso a Guadalajara, reflexionaba sobre que por primera vez entendía en toda su plenitud la expresión “orgullosamente Hecho en México”. Así se siente la gente de ahí, orgullosa de su trabajo. Esto me lo enseñó Salamanca. O “Salamazda”, como algunos le dicen de cariño. No, mejor dicho, eso me enseñaron sus trabajadores, a los cuales me pude finalmente acercar, luego de 22 años de probar coches y conocer fábricas. A ellos le digo muchas gracias. Muchas gracias por abrirme con una sonrisa las puertas de su casa. Muchas gracias por enseñarme una lección más. Ellos me habrán abierto su casa, pero tal vez no sepan que lo que lograron realmente abrir, fue mi corazón.