Más allá del resultado del primer debate sostenido entre los candidatos presidenciales de Estados Unidos, sin urbanidad y con amplia resonancia mediática, lo más destacado por sus delicadas repercusiones, dentro y fuera de las fronteras nacionales de ese país, es el ambiente de incertidumbre que priva sobre la eficacia del sistema electoral para procesar la voluntad ciudadana, garantizar la transmisión pacífica del poder y mantener la estabilidad política, en una democracia hasta hace algunos años icónica del mundo occidental.
A las debilidades propias de un entramado institucional rebasado por la incompatibilidad que existe entre los votos populares y los electorales se ha sumado, en un coctel de pronóstico reservado, la advertencia de uno de los candidatos de que no garantiza ceñirse al resultado emergido de las urnas, y mucho menos frenar a quienes pudieran emprender acciones violentas de protesta en su defensa.
El método de elección indirecta ha sido cuestionado desde el siglo pasado. Varios expertos en la materia lo han calificado de antidemocrático, hay promociones judiciales para tratar de declararlo inconstitucional, e incluso iniciativas de ley para desaparecer la figura del colegio electoral, pero sin éxito hasta ahora.
Hay una clara caducidad en un sistema que en los últimos 20 años ha conducido al gobierno a quien en los números absolutos no obtuvo la mayoría de los votos, George Bush Jr. en el año 2000, y el actual presidente, con 3 millones de votos menos que su adversaria del partido demócrata, Hillary Clinton; el mayor conflicto poselectoral hasta ahora ha sido el primer caso, cuando el candidato republicano fue declarado ganador de los comicios más de un mes después de las elecciones, el 12 de diciembre, una vez que la Corte Suprema ordenó detener el recuento de votos en Florida, pese a las protestas de los seguidores de Al Gore que sabían que su candidato había obtenido en el país 544 mil sufragios populares más que su adversario y con Florida, de culminar el cómputo, ganaba también en votos electorales.
Ahora, en los comicios del 3 de noviembre, hay que enfrentar el problema inédito de que, sin importar el margen de la derrota, en votos populares y electorales, en las urnas y en el colegio electoral, el gobernante no se compromete a entregar el poder de manera pacífica y civilizada, abriendo la puerta a un conflicto poselectoral.
Se trata de un escenario reservado históricamente por los críticos liberales de Estados Unidos a las democracias incipientes, sobre todo los procesos electorales que despectivamente observaban y denostaban en América Latina, y más concretamente en Centroamérica.
Si algo destaca del primer debate fue justamente la reiteración de uno de los contendientes de que no está obligado a aceptar y respetar los resultados electorales, aduciendo la fragilidad del voto emitido por correo cuando apenas en 2016, cuando resultó electo, se emitieron 30 millones de sufragios. Hoy su vaticinio, por esa modalidad prevista en la legislación de Estados Unidos, es un fraude anticipado.
Todo, a partir de la descalificación de las instituciones y los procedimientos de los que emergen las autoridades constituidas, una nueva narrativa de deslegitimación de los mecanismos de la democracia electoral por parte de gobernantes que llegaron al poder con las herramientas de la propia democracia.
Es un fenómeno alimentado sobre todo por gobernantes de la derecha que ya habían descrito puntualmente Steven Levitski y Daniel Ziblatt, investigadores de la Universidad de Harvard, en su obra Cómo mueren las democracias, con edición en español al cierre de 2018, un análisis realizado en distintos puntos de la geografía mundial.
El documento tiene como objeto principal de estudio el desconcertante caso de los Estados Unidos, por mucho tiempo un símbolo de las democracias liberales consolidadas y un modelo de distintas naciones, un sistema que deslumbró al pensador y jurista francés Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, en su clásico La democracia en América.
La tesis principal del trabajo es que las democracias de nuestro tiempo ya no se derrumban y ni siquiera se corroen por acciones exógenas violentas como golpes de Estado, asonadas o invasiones de otros países, sino se colapsan de manera pacífica, gradual y hasta cierto punto civilizada, utilizando y pervirtiendo los propios mecanismos de la democracia.
Hoy, en un escenario de incertidumbre tanto en los resultados como en las reglas, no se descartan acciones virulentas en las semanas y aún meses en que eventualmente dure un proceso de impugnación que podría llegar hasta la Corte Suprema.
En suma, en la democracia arquetípica del llamado mundo libre estamos ante un sistema electoral vulnerable y rebasado: ya no es sólo la escasa, y en algunos casos nula, correspondencia entre la voluntad popular y la autoridad que formalmente emerge de ella, sino la descalificación a priori del proceso por parte de uno de los contendientes.
Sabemos de la fortaleza institucional y los contrapesos del sistema político estadunidense, pero eso no obsta para que algunos analistas se pregunten: ¿Democracia ejemplar o democracia bananera?
*Presidente de la Fundación ColosioSubir al inicio del texto